lunes, 21 de abril de 2008

CAPÍTULO XL.- La Partida.



"Yo también tuve de joven esa enfermedad"

Vicente visitaba con frecuencia a los misioneros enfermos. A los que encontraba deprimidos o acobardados, sobre todo si eran jóvenes, solía animarles con su propio ejemplo, diciéndoles, según los casos.

"No tenga miedo, hermano; yo tuve de joven esa enfermedad y me curé. Yo he padecido asma, y ya no la tengo. Yo he tenido hernias, y Dios me las curó. A mí también me daban vahídos, y ya no los siento nunca. Yo sufrí opresión de pecho y debilidad de estómago, y salí de ello. Tenga un poco de paciencia. Hay motivos para esperar que su indisposición sea pasajera. Dios quiere servirse de usted todavía. Déjele hacer y entréguese a él con paz y tranquilidad".

¿Exageraba Vicente sus dolencias pasadas para levantar el ánimo de los enfermos asustadizos? Más bien parece lo contrario. Aquel hombre, extraordinariamente activo, lo habla sido en medio de graves y muy frecuentes enfermedades, tres de ellas crónicas, que le atacaban con regularidad a lo largo del año.

En 1615, cuando vivía aún en casa de los Gondi, le había dejado una hinchazón intermitente de las piernas, que le producía grandes dolores y casi le impedía andar. Entre 1620 y 1625 empezó a padecer unas fiebres periódicas. Además, dos o tres veces al año padecía otro tipo de fiebres, las malarias, que duraban también tres o cuatro días. Ninguna de estas enfermedades habituales interrumpía sus ocupaciones y trabajos. Cualquiera que fuese su estado de salud, se levantaba a las cuatro de la mañana para asistir a la oración y luego seguía el acostumbrado orden del día.

En 1644, la enfermedad infecciosa revistió tal gravedad, que Vicente pasó muchas horas delirando. La comunidad temió lo peor. Se encontraba enfermo, Antonio Dufour, ofreció a Dios su vida a cambio de la del Fundador. No dijeron nada a Vicente, pero éste, recobrando la conciencia, mandó que recitaran el oficio de difuntos. A la mañana siguiente se supo que el buen P. Dufour había muerto a aquella misma hora.

En 1649, Estuvo varias semanas entre la vida y la muerte, y salió tan debilitado del ataque, que no pudo volver a montar a caballo, pues los dolores de piernas y articulaciones al subir o bajar de la cabalgadura eran insoportables. La duquesa de Aiguillon le envió su carroza y el arzobispo le impuso la obligación de usarla en lo sucesivo.

En 1656. Se le declararon unas fiebres altísimas y la inflamación de las piernas llegó hasta las rodillas. Se recobró lo suficiente para reanudar el trabajo, pero nunca se puso ya bien del todo. Las calenturas eran cada vez más frecuentes, perdió el apetito, sobre todo durante una cuaresma, que pasó casi sin probar bocado, y la inflamación de las piernas se hizo permanente. Para colmo, a principios de 1658 tuvo un accidente. Un día, al volver de París, a la carroza se le rompió una muelle, volcó, y Vicente se dio un fuerte golpe en la cabeza. Pocos meses más tarde se presentó una nueva complicación: le enfermó un ojo.


"Nunca me acuesto sin ponerme en disposición de morir esa noche"

A finales de 1658 y a lo largo de 1659 se empeoraron, simultáneamente, todas las enfermedades. Señor quería someterle a una última purificación en un crisol de dolores. En las piernas se le abrieron úlceras supurantes, probablemente de tipo varicoso, que no le dejaban andar. No podía ya salir de San Lázaro, pero continuó todo el año bajando a la iglesia para la misa y los actos de comunidad.

Ni los dolores ni la inmovilidad le impidieron continuar el despacho ordinario de los asuntos. Su correspondencia de 1659 y 1660 versa sobre todas las cuestiones de interés. Que afectaban a la marcha de sus diversas obras: asistencia a los últimos focos de miseria en Champaña y Picardía, consejos a los superiores de las distintas casas, gestiones ante la Santa Sede, organización de las conferencias de los martes, problemas de las damas e Hijas de la Caridad, consuelos a misioneros en dificultades, envío de personal a Madagascar, proyecto de liberación de Argel, correcciones, avisos, re-comendaciones. Continuó también recibiendo visitas, presidiendo los consejos, pronunciando conferencias.

El Señor le concedió el consuelo de ver realizado uno de sus sueños más queridos, la paz de Europa. El 13 de mayo de 1660 el de Oliva, que devolvía la paz a Polonia.


"Es el hermano que se adelanta para anunciar a la hermana"

El estado de Vicente se agravó todavía más en los primeros meses de 1660. Le fue ya imposible abandonar el segundo piso de San Lázaro ni para ir a la iglesia. Las conferencias sobre las virtudes de Luisa de Marillac los días 3 y 24 de julio, así como la elección de su sucesora, tuvieron que celebrarse en San Lázaro.

Gentes de todas las categorías se preocupaban por su salud. El papa Alejandro VII. Los cardenales Ludovisi, Bagno y Durazzo.

Los misioneros le sugirieron la conveniencia de instalar un oratorio en la habitación contigua a la suya. No lo consintió. Según él, las capillas domésticas sólo podían autorizarse por razones de extrema necesidad, lo cual no era el caso. La retención de orina le producía agudos dolores. Para moverse en la cama tenía que agarrarse con fuerza de una soga pendiente del techo. La coagulación de las inflamaciones en rodillas y tobillos convertían el malestar en un suplicio permanente. El insomnio nocturno alternaba durante el día con una somnolencia intermitente que le despertaba durante largos ratos. "Es el hermano que se adelanta para anunciar a la hermana", comentaba él sonriendo.


"Dios mío, ven en mi auxilio"

Un detallado diario llevado por el P. Gicquel permite seguir paso a paso los últimos días de Vicente de Paúl. No vamos a copiarlo ni resumirlo.

Al anochecer del domingo 26 de septiembre se le preguntó si quería recibir los últimos sacramentos. Contestó sencillamente "Sí". Se los administró el P. Dehorgny. Pasó la noche entera velado por sus hijos, que se turnaban, sugiriéndole de cuando en cuando piadosas jaculatorias o sentencias evangélicas. Rezaba o musitaba antífonas, notando los presentes que gustaba especialmente de recitar la invocación con que se abre el oficio divino: "Dios mío, ven en mi auxilio".

Su última palabra antes de entrar en agonía fue "Jesús" A las cinco menos cuarto de la madrugada del lunes 27 de septiembre de 1660, sin convulsiones ni esfuerzos, exhaló el último suspiro y partió al encuentro del Dios de los pobres, al que tan fatigosamente había amado. Murió completamente vestido, sentado en un sillón, junto a la chimenea, y "permaneció - dice el cronista - bello y más majestuoso y venerable de ver que nunca.

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