"EN PARÍS SE EXPONEN TANTOS NIÑOS COMO DÍAS TIENE EL AÑO"
Uno de los aspectos más significativos de la acción caritativa de Vicente fue el de inclinarse sobre la infancia abandonada y darle, a través de las damas y las Hijas de la Caridad, a través también de los misioneros, la ternura de su corazón. Los niños hicieron de Vicente, de una manera muy especial, el padre de los pobres.
En una sociedad hipócrita que se horrorizaba de las apariencias del pecado, el drama de las madres solteras no tenía otro escape que el abandono de los hijos en la vía pública. Otras veces - muchas -, la miseria obligaba a desprenderse de los recién nacidos por la imposibilidad de alimentarlos. No faltaban tampoco motivos menos confesables: vicio, perversidad, egoísmo.
Los niños que no morían de hambre o de frío durante las horas (a veces, días) que pasaban expuestos, eran conducidos a un establecimiento oficial, la Cuna, a cuyo frente figuraba una viuda ayudada por dos sirvientas. La responsabilidad última del centro recaía sobre el cabildo catedralicio. La Cuna disponía de muy pocos recursos y - lo que era peor - las encargadas carecían del más mínimo sentido de humanidad.
Algún historiador contemporáneo asegura que la crueldad con los recién nacidos, expósitos o no, causó más víctimas que todas las guerras del siglo.
La realidad de los expósitos, con sus terribles secuelas, era un secreto a voces. Otra cosa era que nadie quisiera afrontar el pavoroso problema. Había que empezar por deshacer los prejuicios. Los expósitos eran "hijos del pecado", y la ilegitimidad, una tacha social envilecedora, al menos para la moral burguesa, porque los nobles y los reyes alardeaban de sus bastardos y hasta los proveían de obispados.
UN ENSAYO
Se necesitaba valor para oponerse, en nombre del Evangelio, a toda una corriente de pensamiento. Vicente lo tuvo. El primer paso fue invitar a las damas de la Caridad a visitar la Cuna. No pretendía tanto que conocieran el mal cuanto que sugirieran remedios.
Las damas deliberaron, oraron, pidieron consejo, y resolvieron hacer un ensayo. Finalizaba el año 1637.
El ensayo fue muy modesto. Se empezó por acoger a doce niños, señalados por sorteo para evitar favoritismos y "honrar a la divina Providencia". Fueron instalados primero en casa de la Srta. Le Gras y luego en un edificio alquilado en la calle Boulangers. Varias Hijas de la Caridad se encargaron de la obra. Poco a poco se fue aumentando el número de niños, siempre por sorteo, aunque no mucho, porque los recursos eran limitados: una renta de 1.200 libras al año.
"RECIBIREMOS A TODOS LOS NIÑOS EXPÓSITOS"
Al cabo de dos años, Vicente decidió asumir por completo la empresa, para lo cual convocó una reunión extraordinaria de las damas. Era el 17 de enero de 1640.
Vicente preparó con cuidado su discurso. Tenía que mover las voluntades, prevenir las objeciones, indicar los medios. No dudó en atacar de frente los prejuicios pseudorreligiosos, exponiéndolos con toda crudeza.
En el caso de los niños expósitos colaboraron, cada una a su manera, las tres grandes instituciones de Vicente. Las damas la patrocinaron y financiaron; las Hijas de la Caridad realizaron el trabajo directo; los misioneros supervisaron y controlaron el funcionamiento. La caridad es una sola, servida por todos los operarios disponibles.
"ESAS BUENAS DAMAS NO HACEN TODO LO QUE PUEDEN"
En 1644, los gastos se elevaban a 40.000 libras. Vicente llamó a todas las puertas. Luis XIII primero y luego su viuda le asignaron 12.000 libras de renta sobre diversas propiedades reales. La distancia entre ingresos y gastos seguía siendo enorme. No había otro medio de colmarla que los generosos donativos de las damas. En 1649 no podían más. La guerra - era el año inicial de la Fronda - y la crisis económica afectaban a todo el mundo, incluso a las opulentas damas de la Caridad. Faltaba de todo: ropa, alimentos, dinero... Luisa, sobre quien recaían las preocupaciones cotidianas de la administración, hablaba de abandonar.
Vicente preparó un discurso para conmover, una vez más, los corazones de las señoras. Se daba cuenta de las desdichas de los tiempos, del empobrecimiento general; pero, al fin y al cabo, tampoco era tanto lo que se les pedía. Con que cada una de las cien damas diera cien libras se habría resuelto el problema; y, aunque sólo la mitad diese cien y las otras lo que buenamente pudieran, se podría salir de apuros.
La vida y la muerte de estos pequeños están en sus manos. Voy a recoger los votos y los sufragios. Ha llegado la hora de pronunciar sentencia. Sepamos si tienen ustedes misericordia. Si ustedes continúan encargándose caritativamente de ellos, vivirán. Si los abandonan, morirán, y morirán infaliblemente; la experiencia no nos permite dudarlo. [S.V.P. XIII p. 797-801.]
LOS GALEOTES
Si los niños expósitos constituían una lacra de la sociedad, los galeotes lo eran de la sociedad y del Estado.
Si no era posible suprimir el mal, había por lo menos que mitigarlo. Con todo, eran muchas las personas y asociaciones que se preocupaban por los galeotes, en especial la compañía del Santísimo Sacramento. Sin embargo, algunos problemas por cuestiones de territorialidad parroquial tuvieron a Vicente al margen del asunto, lo que no significaba en despreocupación.
En 1640, las Hijas de la Caridad entraron en acción. Eran sólo dos o tres. Sobre ellas recaía un trabajo pesadísimo, "uno de los más difíciles y peligrosos", decía el reglamento, preparado de común acuerdo por Luisa de Marillac y Vicente. Las hermanas tenían que hacer la compra, preparar diariamente la comida de los galeotes, llevarla a los calabozos, lavarles la ropa todas las semanas, cuidar a los enfermos, darles el equipo necesario cuando salían para Marsella, fregar entonces las salas, lavar y remendar los jergones... Eran realmente las criadas de aquellos terribles y exigentes amos, que se burlaban de ellas, las hacían proposiciones deshonestas, les decían insolencias, las insultaban y, a veces, las acusaban falsamente, "mientras ellas les prestaban los mayores servicios". Asombra el valor de Vicente y Luisa al llevar a sus hijas a aquellos antros, donde se reunía la escoria de la sociedad. Por eso se echó mano de las más valientes. Ya que el oficio era capaz de agotar la paciencia de las más santas.
LA MISIÓN EN LAS GALERAS
A principios de 1643 Vicente envió cinco misioneros, cuatro sacerdotes y un hermano coadjutor, cirujano de oficio. Al frente iba el siempre competente y eficaz Francisco du Coudray. Salieron de París el 22 de febrero. Los cinco hombres de Vicente no bastaban para todo el trabajo. En vista de ello pidió ayuda a otras comunidades: a la de Authier de Sisgau, a los oratorianos, a los jesuitas y a algunos sacerdotes italianos.
La finalidad principal de Vicente era asistir espiritualmente a los enfermos del hospital (que ya ideado por Felipe de Gondi se llego a construir gracias a donaciones de la duquesa de Aiguillon y la reina, así como por el entusiasmo y perseverancia del caballero De la Coste) y misionar cada cinco años a los galeotes, con poderes para nombrar y destituir a los capellanes de los navíos. A estos efectos, Vicente obtuvo autorización para delegar su cargo de capellán real en el superior de la casa. La capellanía fue adscrita a perpetuidad al superior general de la Congregación de la Misión.
Los galeotes eran, para Vicente, otra de las innumerables clases de pobres que debían ser socorridos. Ninguna de ellas podía ser excluida de los beneficios de la caridad cristiana, aunque ello supusiera un tributo de sangre y de vidas de algunos misioneros muy valiosos para la CM como los PP. Robiche y Brunet, o al caballero Sirmiane de la Coste, fundador y protector del hospital de Marsella.
LA PLAGA DE LA MENDICIDAD
La tercera plaga de la sociedad francesa eran los mendigos. Los había en todas partes, en el campo y en la ciudad, pero su presencia se hacía sentir con más fuerza en las grandes ciudades, y de manera especial en París, esponja y sumidero de la nación. Formaban una población flotante que merodeaba por plazas y calles, se aglomeraba a las puertas de los conventos, cercaba los coches de viajeros a su llegada a las poblaciones, seguía por los caminos a las gentes acomodadas. Al lado de la mendicidad verdadera florecía la mendicidad picaresca.
Para la sociedad en general, los mendigos eran, ante todo, un peligro público. Se les temía como a enemigos. Los temores no eran infundados. Con frecuencia se encontraban bandas de mendigos armados, que, en vez de pedir, exigían. "Se era asesinado por los pobres", explica lacónicamente el Diccionario de Furetière.
“MI PESO Y MI DOLOR”
Si el pobre abstracto de las estadísticas le hacía poner en juego su capacidad organizativa, el pobre concreto enternecía el corazón de Vicente. Daba cuanto tenía. Hizo de San Lázaro el centro de beneficencia más espléndido de todo París. Incluso llego a poner en peligro la economía de la comunidad a lo que argumento:
"Me preocupa la compañía, desde luego, pero no tanto corno los pobres. Nosotros siempre podremos salir de apuros yéndonos a pedir pan a otras casas nuestras, si lo tienen, o a trabajar como vicarios en las parroquias, pero los pobres, ¿qué pueden hacer o dónde encontrarán con qué vivir? Ellos son mi peso y mi dolor" [Abelly, o.c., 1.3 c.11 p. 120.]
LOS POBRES DEL NOMBRE DE JESÚS
Desde los días de Châtillon tenía el sentido del sistema y la organización. Durante muchos años acarició la idea de una institución para mendigos, pero no acababa de recibir la señal de la Providencia. Al fin, un día un caballero le entregó la importante cantidad de 100.000 libras para la obra de caridad que él quisiera. La única condición era que su nombre quedase en el anonimato. Después de consultar con Luisa, Vicente propuso al donante la fundación de un asilo de ancianos. La finalidad de éste era proporcionar un domicilio cómodo y acogedor a trabajadores impedidos y ancianos.
Ni Luisa ni Vicente deseaban condenar a la ociosidad a los acogidos. En los primeros años ingresaron en el asilo obreros capacitados para enseñar su oficio a los ancianos: tejedores, zapateros, sederos, botoneros, laneros, encajeras, guanteras, costureras, alfilereras... La instrucción religiosa y las prácticas de piedad, confiadas a los sacerdotes de la Misión por deseo expreso del donante, llenaban una parte importante de la jornada.
El nuevo tipo de asilo, que empezó a funcionar en 1653, resultó un gran éxito. Los acogidos disfrutaban de una vejez plácida y sosegada. Los políticos se apoderaron de la idea y se propusieron realizarla a gran escala.
CONTRA TODA MISERIA
Uno de los aspectos más significativos de la acción caritativa de Vicente fue el de inclinarse sobre la infancia abandonada y darle, a través de las damas y las Hijas de la Caridad, a través también de los misioneros, la ternura de su corazón. Los niños hicieron de Vicente, de una manera muy especial, el padre de los pobres.
En una sociedad hipócrita que se horrorizaba de las apariencias del pecado, el drama de las madres solteras no tenía otro escape que el abandono de los hijos en la vía pública. Otras veces - muchas -, la miseria obligaba a desprenderse de los recién nacidos por la imposibilidad de alimentarlos. No faltaban tampoco motivos menos confesables: vicio, perversidad, egoísmo.
Los niños que no morían de hambre o de frío durante las horas (a veces, días) que pasaban expuestos, eran conducidos a un establecimiento oficial, la Cuna, a cuyo frente figuraba una viuda ayudada por dos sirvientas. La responsabilidad última del centro recaía sobre el cabildo catedralicio. La Cuna disponía de muy pocos recursos y - lo que era peor - las encargadas carecían del más mínimo sentido de humanidad.
Algún historiador contemporáneo asegura que la crueldad con los recién nacidos, expósitos o no, causó más víctimas que todas las guerras del siglo.
La realidad de los expósitos, con sus terribles secuelas, era un secreto a voces. Otra cosa era que nadie quisiera afrontar el pavoroso problema. Había que empezar por deshacer los prejuicios. Los expósitos eran "hijos del pecado", y la ilegitimidad, una tacha social envilecedora, al menos para la moral burguesa, porque los nobles y los reyes alardeaban de sus bastardos y hasta los proveían de obispados.
UN ENSAYO
Se necesitaba valor para oponerse, en nombre del Evangelio, a toda una corriente de pensamiento. Vicente lo tuvo. El primer paso fue invitar a las damas de la Caridad a visitar la Cuna. No pretendía tanto que conocieran el mal cuanto que sugirieran remedios.
Las damas deliberaron, oraron, pidieron consejo, y resolvieron hacer un ensayo. Finalizaba el año 1637.
El ensayo fue muy modesto. Se empezó por acoger a doce niños, señalados por sorteo para evitar favoritismos y "honrar a la divina Providencia". Fueron instalados primero en casa de la Srta. Le Gras y luego en un edificio alquilado en la calle Boulangers. Varias Hijas de la Caridad se encargaron de la obra. Poco a poco se fue aumentando el número de niños, siempre por sorteo, aunque no mucho, porque los recursos eran limitados: una renta de 1.200 libras al año.
"RECIBIREMOS A TODOS LOS NIÑOS EXPÓSITOS"
Al cabo de dos años, Vicente decidió asumir por completo la empresa, para lo cual convocó una reunión extraordinaria de las damas. Era el 17 de enero de 1640.
Vicente preparó con cuidado su discurso. Tenía que mover las voluntades, prevenir las objeciones, indicar los medios. No dudó en atacar de frente los prejuicios pseudorreligiosos, exponiéndolos con toda crudeza.
En el caso de los niños expósitos colaboraron, cada una a su manera, las tres grandes instituciones de Vicente. Las damas la patrocinaron y financiaron; las Hijas de la Caridad realizaron el trabajo directo; los misioneros supervisaron y controlaron el funcionamiento. La caridad es una sola, servida por todos los operarios disponibles.
"ESAS BUENAS DAMAS NO HACEN TODO LO QUE PUEDEN"
En 1644, los gastos se elevaban a 40.000 libras. Vicente llamó a todas las puertas. Luis XIII primero y luego su viuda le asignaron 12.000 libras de renta sobre diversas propiedades reales. La distancia entre ingresos y gastos seguía siendo enorme. No había otro medio de colmarla que los generosos donativos de las damas. En 1649 no podían más. La guerra - era el año inicial de la Fronda - y la crisis económica afectaban a todo el mundo, incluso a las opulentas damas de la Caridad. Faltaba de todo: ropa, alimentos, dinero... Luisa, sobre quien recaían las preocupaciones cotidianas de la administración, hablaba de abandonar.
Vicente preparó un discurso para conmover, una vez más, los corazones de las señoras. Se daba cuenta de las desdichas de los tiempos, del empobrecimiento general; pero, al fin y al cabo, tampoco era tanto lo que se les pedía. Con que cada una de las cien damas diera cien libras se habría resuelto el problema; y, aunque sólo la mitad diese cien y las otras lo que buenamente pudieran, se podría salir de apuros.
La vida y la muerte de estos pequeños están en sus manos. Voy a recoger los votos y los sufragios. Ha llegado la hora de pronunciar sentencia. Sepamos si tienen ustedes misericordia. Si ustedes continúan encargándose caritativamente de ellos, vivirán. Si los abandonan, morirán, y morirán infaliblemente; la experiencia no nos permite dudarlo. [S.V.P. XIII p. 797-801.]
LOS GALEOTES
Si los niños expósitos constituían una lacra de la sociedad, los galeotes lo eran de la sociedad y del Estado.
Si no era posible suprimir el mal, había por lo menos que mitigarlo. Con todo, eran muchas las personas y asociaciones que se preocupaban por los galeotes, en especial la compañía del Santísimo Sacramento. Sin embargo, algunos problemas por cuestiones de territorialidad parroquial tuvieron a Vicente al margen del asunto, lo que no significaba en despreocupación.
En 1640, las Hijas de la Caridad entraron en acción. Eran sólo dos o tres. Sobre ellas recaía un trabajo pesadísimo, "uno de los más difíciles y peligrosos", decía el reglamento, preparado de común acuerdo por Luisa de Marillac y Vicente. Las hermanas tenían que hacer la compra, preparar diariamente la comida de los galeotes, llevarla a los calabozos, lavarles la ropa todas las semanas, cuidar a los enfermos, darles el equipo necesario cuando salían para Marsella, fregar entonces las salas, lavar y remendar los jergones... Eran realmente las criadas de aquellos terribles y exigentes amos, que se burlaban de ellas, las hacían proposiciones deshonestas, les decían insolencias, las insultaban y, a veces, las acusaban falsamente, "mientras ellas les prestaban los mayores servicios". Asombra el valor de Vicente y Luisa al llevar a sus hijas a aquellos antros, donde se reunía la escoria de la sociedad. Por eso se echó mano de las más valientes. Ya que el oficio era capaz de agotar la paciencia de las más santas.
LA MISIÓN EN LAS GALERAS
A principios de 1643 Vicente envió cinco misioneros, cuatro sacerdotes y un hermano coadjutor, cirujano de oficio. Al frente iba el siempre competente y eficaz Francisco du Coudray. Salieron de París el 22 de febrero. Los cinco hombres de Vicente no bastaban para todo el trabajo. En vista de ello pidió ayuda a otras comunidades: a la de Authier de Sisgau, a los oratorianos, a los jesuitas y a algunos sacerdotes italianos.
La finalidad principal de Vicente era asistir espiritualmente a los enfermos del hospital (que ya ideado por Felipe de Gondi se llego a construir gracias a donaciones de la duquesa de Aiguillon y la reina, así como por el entusiasmo y perseverancia del caballero De la Coste) y misionar cada cinco años a los galeotes, con poderes para nombrar y destituir a los capellanes de los navíos. A estos efectos, Vicente obtuvo autorización para delegar su cargo de capellán real en el superior de la casa. La capellanía fue adscrita a perpetuidad al superior general de la Congregación de la Misión.
Los galeotes eran, para Vicente, otra de las innumerables clases de pobres que debían ser socorridos. Ninguna de ellas podía ser excluida de los beneficios de la caridad cristiana, aunque ello supusiera un tributo de sangre y de vidas de algunos misioneros muy valiosos para la CM como los PP. Robiche y Brunet, o al caballero Sirmiane de la Coste, fundador y protector del hospital de Marsella.
LA PLAGA DE LA MENDICIDAD
La tercera plaga de la sociedad francesa eran los mendigos. Los había en todas partes, en el campo y en la ciudad, pero su presencia se hacía sentir con más fuerza en las grandes ciudades, y de manera especial en París, esponja y sumidero de la nación. Formaban una población flotante que merodeaba por plazas y calles, se aglomeraba a las puertas de los conventos, cercaba los coches de viajeros a su llegada a las poblaciones, seguía por los caminos a las gentes acomodadas. Al lado de la mendicidad verdadera florecía la mendicidad picaresca.
Para la sociedad en general, los mendigos eran, ante todo, un peligro público. Se les temía como a enemigos. Los temores no eran infundados. Con frecuencia se encontraban bandas de mendigos armados, que, en vez de pedir, exigían. "Se era asesinado por los pobres", explica lacónicamente el Diccionario de Furetière.
“MI PESO Y MI DOLOR”
Si el pobre abstracto de las estadísticas le hacía poner en juego su capacidad organizativa, el pobre concreto enternecía el corazón de Vicente. Daba cuanto tenía. Hizo de San Lázaro el centro de beneficencia más espléndido de todo París. Incluso llego a poner en peligro la economía de la comunidad a lo que argumento:
"Me preocupa la compañía, desde luego, pero no tanto corno los pobres. Nosotros siempre podremos salir de apuros yéndonos a pedir pan a otras casas nuestras, si lo tienen, o a trabajar como vicarios en las parroquias, pero los pobres, ¿qué pueden hacer o dónde encontrarán con qué vivir? Ellos son mi peso y mi dolor" [Abelly, o.c., 1.3 c.11 p. 120.]
LOS POBRES DEL NOMBRE DE JESÚS
Desde los días de Châtillon tenía el sentido del sistema y la organización. Durante muchos años acarició la idea de una institución para mendigos, pero no acababa de recibir la señal de la Providencia. Al fin, un día un caballero le entregó la importante cantidad de 100.000 libras para la obra de caridad que él quisiera. La única condición era que su nombre quedase en el anonimato. Después de consultar con Luisa, Vicente propuso al donante la fundación de un asilo de ancianos. La finalidad de éste era proporcionar un domicilio cómodo y acogedor a trabajadores impedidos y ancianos.
Ni Luisa ni Vicente deseaban condenar a la ociosidad a los acogidos. En los primeros años ingresaron en el asilo obreros capacitados para enseñar su oficio a los ancianos: tejedores, zapateros, sederos, botoneros, laneros, encajeras, guanteras, costureras, alfilereras... La instrucción religiosa y las prácticas de piedad, confiadas a los sacerdotes de la Misión por deseo expreso del donante, llenaban una parte importante de la jornada.
El nuevo tipo de asilo, que empezó a funcionar en 1653, resultó un gran éxito. Los acogidos disfrutaban de una vejez plácida y sosegada. Los políticos se apoderaron de la idea y se propusieron realizarla a gran escala.
CONTRA TODA MISERIA
La pobreza tenía otras mil caras. Es típico de la caridad de Vicente haberlas reconocido todas y no haberse negado a ninguna. Por sí mismo o por sus misioneros, por las damas de la Caridad o por sus Hijas, por los sacerdotes de las conferencias y por las congregaciones a las que inspiró y ayudó, socorrió "toda clase de miserias", como de él dirá la liturgia.
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