martes, 22 de abril de 2008

CAPÍTULO XXVI.-Madagascar, la misión entre infieles.



"Vicente de Paúl... ofrece mandar sus misioneros"

Aunque realizado en tierras infieles, el trabajo entre los cautivos de Berbería era trabajo de cristiandad; la acción de los misioneros se limitaba a los cristianos. Vicente deseaba ardientemente un trabajo directo de evangelización de infieles.

La Congregación de Propaganda, y de manera especial su secretario, Mons. Ingoli, buscaba misioneros para países lejanos.

Entre 1643 y 1647 se pensó en confiarle el obispado de Babilonia, que incluía la responsabilidad de las misiones en Mesopotamia, Persia y parte de la India. Casi llegó a estar nombrado el P. Lambert. Pero el proyecto se vino abajo por una serie de dificultades: las condiciones puestas por el obispo retirado, Juan Duval.

En 1643, las miras se concentraron sobre Arabia. Esta vez lo solicitó Vicente, aunque las lagunas existentes en la documentación no permiten saber si hubo una oferta previa por parte de la Santa Sede. En 1656, la oferta versó sobre el Líbano, y se pidió a Vicente que propusiera a uno de sus sacerdotes.


"Una isla que está bajo el Capricornio"

De todos estos planes, sólo uno llegó a convenirse en realidad: el de Madagascar o isla de San Lorenzo, como se la llamaba oficialmente, "una isla que está bajo el Capricornio", según la describía Vicente en una de sus cartas. Se fundaron compañías comerciales, a las que el Estado concedía la explotación de los territorios colonizados.

En Madagascar, la colonia francesa se estableció en el extremo mediterráneo de la isla y fundó allí un fortín - el fuerte del Delfín -, que con el tiempo se convirtió en una ciudad: FortDauphin. Madagascar había sido evangelizada durante un breve tiempo por jesuitas portugueses, con escasos resultados. Cuando se establecieron allí los primeros colonos franceses, puede decirse que era terreno virgen.

En 1648, la Compañía de Indias pidió misioneros para Madagascar al nuncio de París. Este pensó en la Congregación de la Misión, y fue a proponérselo personalmente al Sr. Vicente, quien aceptó la propuesta, resultó que la Sagrada Congregación había concedido ya la misión a los carmelitas descalzos. El problema se resolvió con la renuncia de los carmelitas. Los misioneros de San Lázaro asumieron la responsabilidad plena de la evangelización de la isla.

Humanamente, la misión de Madagascar era una misión imposible. La distancia y, sobre todo, las comunicaciones planteaban problemas desesperantes. De las tres primeras expediciones enviadas por Vicente:
La primera (1648), seis, y la tercera (1655-1656), nueve.
La segunda (1654) - tardó cinco meses en llegar a su destino.
Las tres últimas no llegaron nunca.

Una naufragó en el Loira antes de salir a alta mar (1656), otra tuvo que refugiarse en Lisboa, y a la salida fue capturada por un navío español, que la condujo a Galicia (1658), y la última, después de naufragar en el golfo de Vizcaya, regresar a Francia y emprender de nuevo la travesía, encalló en el cabo de Buena Esperanza, viéndose obligados los misioneros a regresar a París vía Ámsterdam en un navío holandés (1659-1661).
Para el apostolado de los misioneros que lograron poner pie en la isla, la población francesa representaba más un estorbo que una ayuda. Enfrentados a la dura realidad de una tierra pobre, con habitantes poco dispuestos a la obediencia, reaccionaban entregándose a todo género de abusos y tropelías.
Un tercer grupo de dificultades estaba representado por el clima y las condiciones sanitarias de aquella exótica geografía. Los misioneros pagaron la novatada con enfermedades frecuentes y la muerte prematura. El que más, Santos Bourdoise, desarrolló su apostolado durante dos años y diez meses. Todos los de-más, puede decirse, murieron apenas iniciadas sus actividades apostólicas.
Los indígenas eran dóciles, tratables y cariñosos, pero tímidos y desconfiados ante los extraños, sobre todo si se les engañaba, lo que ocurrió muchas veces con la soldadesca del fuerte. Profesaban una religión primitiva, en la que los comerciantes árabes habían incrustado prácticas y creencias de origen islámico.

"Eche las redes con valentía"

Vicente fue escogiendo para la difícil y arriesgada misión una serie de sacerdotes extraordinarios por su calidad humana y religiosa.

Asombra cómo, en menos de veinticinco años, la pequeña compañía, a la que Vicente consideraba compuesta de sujetos insignificantes por virtud, ciencia y condición social, dispuso de hombres suficientes para tan varias y exigentes empresas:
1. Italia, que requería dotes de talento, finura y oratoria.
2. Irlanda y Escocia, donde se necesitaba valor para la persecución y el martirio.
3. Polonia, que ponía a prueba la caridad abnegada y el desprecio de la propia vida;
4. Argel y Túnez, donde había que derrochar compasión, talento financiero y astucia para el trato con los reyezuelos musulmanes:
5. Madagascar, dónde todo estaba por hacer y exigía capacidad de improvisación, facilidad para las lenguas, comprensión de lo exótico, pureza de costumbres a toda prueba, tacto para con los hugonotes.
A Madagascar destinó en oleadas sucesivas hasta veinte de misioneros, de los que sólo ocho llegaron a la misión. Ninguno de ellos opuso la menor resistencia y muchos partieron hacía la lejana isla a petición propia.

En el fondo era el mismo Vicente quien se sentía misionero por medio de sus hijos.

A los consejos espirituales, el prudente organizador añadía indicaciones sobre el material indispensable para el viaje. Los misioneros debían llevar: cien escudos en oro para imprevistos.
Un oratorio completo.
Dos rituales,
dos biblias.
Dos concilios de Trento.
Dos manuales de la Moral de Binsfeld.
Dos libros de las meditaciones de Buseo.
Ejemplares de la Vida devota y de vidas de santos.
La vida y las cartas de San Francisco Javier.
Hierros para hacer hostias, imperdibles.
Tres o cuatro estuches de bolsillo, los santos óleos.
El P. Gondrée murió al año justo de llegar a Madagascar. Sufrió una insolación mientras acompañaba al gobernador a visitar el poblado de Fanshere, donde vivía Adrián Ramaka, un reyezuelo negro que de joven había sido bautizado por los jesuitas. Nacquart resistió otro año enteramente solo. Murió el 29 de mayo de 1650. Había hecho muchos planes.


"Sólo he quedado yo para darle la noticia"

Entre la muerte de Nacquart y la llegada de la segunda expedición de misioneros pasaron más de cuatro años. Al fin, el 16 de agosto de 1654, desembarcaron en la isla los PP. Bourdaise y Mousnier y el hermano Forest. La obra de Nacquart estaba deshecha. Había que empezarlo todo de nuevo. Bourdaise tenía ánimos para ello.

Se le consideraba poco inteligente. Durante sus estudios se pensó en despedirlo de la compañía por falta de aptitudes. Pero Vicente había intuido su valía espiritual y se negó a ello. En Madagascar iba a demostrar que las disposiciones del corazón y el sentido práctico pueden suplir con creces las dotes intelectuales. Lo mismo que Nacquart, Bordaise emprendió el apostolado itinerante por los poblados indígenas. Su compañero, el P. Mousnier, que era el intelectual del equipo, murió a los nueve meses, tras una penosa expedición para atender a un campamento de colonos.

Bourdaise, como antes Nacquart, se quedó solo para todo el trabajo. En menos de tres años bautizó a unos 600 paganos. En 1656 tuvo la alegría de recibir refuerzos: los PP. Dufour y Prévost. Un tercer compañero, el P. Belleville, murió en el viaje. Lo peor fue que también Dufour y Prévost murieron a los dos y tres meses, respectivamente, de su llegada. Tampoco él sobrevivió mucho a sus compañeros. El 25 de junio de 1657 sucumbía, a su vez, de un ataque de disentería.

"Ese muchacho tímido, humilde y manso"

Entre 1656 y 1660 se sucedieron otros tres envíos de misioneros, todos ellos destinados al fracaso. El naufragio de la expedición de 1656, de que ya hicimos mención, tuvo consecuencias fatales para casi la mitad de los viajeros. De 64, perecieron 30. Los tres misioneros figuraron en el número de los supervivientes, en parte por circunstancias fortuitas y en parre por el valor y decisión de uno de ellos. Eran dos sacerdotes y un hermano. El Día de Difuntos, el barco estaba anclado en la desembocadura del Loira, frente a Saint Nazaire. Los dos sacerdotes bajaron a tierra para celebrar con más comodidad la santa misa. Les acompañó el capitán del barco. A la vuelta no pudieron trasladarse a bordo, porque el oleaje era tan violento que nadie osaba atravesar la bahía. Por la noche, la tempestad arreció tanto que a eso de la once empujo el barco hacia un banco de arena, donde quedo destrozado.


"Alabado sea Dios por la vida y por la muerte"

La última expedición fue la más accidentada de todas y dio ocasión a Vicente de poner de manifiesto su total sometimiento a la voluntad divina y el dominio que ejercía sobre sus sentimientos

El punto de embarque era Nantes. Pero, llegados allí los viajeros tres sacerdotes y un hermano, se les comunicó que debían dirigirse a La Rochela. El superior, Nicolás Etienne, tomando consigo al hermano, se fue por mar, mientras los otros dos hacían el camino por tierra. A poco de salir de Nantes, un fuerte viento del noroeste desarboló el navío, rompiéndole el mástil, y lo arrastró hacia un banco de arena. El piloto pidió al P. Etienne que diese la absolución a marineros y pasaje. Apenas habla hecho el sacerdote la señal de la cruz, cuando un brusco cambio del viento alejó al barco del peligroso escollo. Dos jóvenes pasajeros no habían esperado tanto; cogiendo por su cuenta el esquife, se echaron al mar y creyeron ver al barco hundirse bajo las aguas. Llegados a La Rochela, les faltó tiempo para dar la noticia y escribir a París.


"Por cinco o seis bajas, ¿vamos a abandonar la obra de Dios?"

Madagascar era para Vicente la coronación de la obra misionera de la compañía Por eso la sostuvo contra viento y marea no obstante el largo y doloroso rosario de sacrificios.
En ninguna otra empresa desplegó Vicente de Paúl tanta tenacidad, tanto trabajo, tanto esfuerzo. Madagascar estuvo sin misioneros desde la muerte de Bourdaise hasta tres años después de la de Vicente, cuando llegaron por fin los últimos misioneros que él había enviado. Su sucesor, el P Alméras, continuó la obra hasta que Francia retiró de la isla los últimos colonos. Los misioneros vicencianos regresaron a ella en el siglo XIX, y todavía hoy prosiguen en la diócesis de Fort-Dauphin la labor iniciada por Nacquart y Gondrée en tan adversas circunstancias.

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