miércoles, 23 de abril de 2008

CAPITULO XI Nuevos signos de la providencia.



Francisco de Sales, el tercer hombre

En esta época inicial de su entrega a la vocación recién descubierta, Vicente entró en contacto con el tercer hombre cuya influencia marca decisivamente su vida: Francisco de Sales (1567-1622).

Este Obispo de Ginebra llegó a París en noviembre de 1618. El motivo del viaje era a medias religioso y a medias político:

Negociar el matrimonio del príncipe del Piamonte con la infanta Cristina de Francia, hermana de Luis XIII. Hasta septiembre de 1619 no pudo regresar a Saboya. Pero aprovechó bien el tiempo.

Emprendió por cuenta propia otras negociaciones privadas, que dieron como resultado la fundación del primer monasterio parisiense de sus religiosas de la Visitación.

Con este motivo se trasladó también a París la inseparable compañera del santo obispo, la M. Juana Francisca Frémiot de Chantal (1572-1641), llevando consigo el primer grupo de seguidoras.
"Me honré con su familiaridad”

Sin que sepamos porque rumbo, Vicente de Paúl entró en contacto con los dos santos personajes. La familia de los señores de Vicente pertenecía al selecto núcleo de la alta sociedad en que se movía el prestigioso prelado.

Este visitó al general de las galeras en su residencia parisiense Las relaciones entre Francisco de Sales y Vicente asumieron pronto un tono de amistad personal.
Francisco de Sales: famosísimo prelado, pertenecía por nacimiento y educación, a la clase más alta y refinada de la sociedad, no sólo por su jerarquía, sino por su santidad públicamente reconocida, se movía en las más altas esferas de la Iglesia

Vicente de Paúl: oscuro y desconocido sacerdote que era todavía, era un campesino apenas acabado de despojarse de su rusticidad originaria mediante la frecuentación en rango de capellán, es decir, casi de criado, de las mansiones señorial, recién salido de su crisis vocacional, era un principiante en el camino de la virtud y no ostentaba cargo alguno que le elevara en la consideración de sus conocidos.
¿Qué afinidad secreta unió, sin embargo, a aquellos dos hombres tan diferentes? Por parte de Vicente lo sabemos: en Francisco de Sales descubrió lo que había buscado en vano en el Sr. Bérulle: un santo.

Lo cierto es que, en el año escaso que San Francisco de Sales permaneció en París, las relaciones entre ambos se fueron estrechando hasta consolidarse en una familiaridad íntima. En la declaración que diez años más tarde hizo Vicente para el proceso de beatificación


“Nuestro bienaventurado padre"

Ni la marcha de París del Obispo de Ginebra ni su muerte, acaecida en 1622, sofoco en el corazón de Vicente Vivo y muerto, Francisco de Sales continuó siendo su preceptor espiritual. Los libros del santo obispo: Tratado del amor de Dios, Introducción a la vida devota, fueron lectura espiritual permanente de Vicente de Paúl, quien no se agoto de recomendárselo a sus hijos e hijas espirituales.

En cuanto a la Introducción a la vida devota, la recomendaba como lectura y guía de los ejercicios espirituales, como manual de meditaciones y como lectura espiritual:
  • Para las Hijas de la Caridad
  • Cofradías de la Caridad
  • Misioneros de Madagascar
En las cartas y conferencias de Vicente abundan las citas expresas de los escritos salesianos. Más numerosas son aún las referencias implícitas al pensamiento del santo obispo que constituye, sin duda, una de las fuentes de la espiritualidad vicenciana.

Hizo colocar su imagen en la sala de conferencias de San Lázaro, la casa-madre de la Congregación de la Misión; hablándoles a los misioneros o a las Hijas de la Caridad, se refería a él como "nuestro bienaventurado padre.

Cuarenta años después de su primer y único encuentro con él dirigía al papa Alejandro VII una súplica solicitando la pronta beatificación del venerable siervo de Dios.
"¡Qué bueno eres, Dios mío, cuando tan amable es esta criatura vuestra!”

El ejemplo de San Francisco de Sales fue decisivo para la súplica y la resolución formuladas por Vicente en los ejercicios de Soissons. Más aún: él atribuía a la intercesión del santo obispo de Ginebra la gracia de haberse visto libre de su rudeza y melancolía, Francisco de Sales era, además, el enviado de la doctrina de que la santidad es accesible a toda clase de personas de cualquier condición y estado: seglares y religiosos, casados y solteros, hombres y mujeres, ricos y pobres

Tras la muerte de Francisco, la M. Chantal se colocó bajo la guía espiritual de Vicente. Se nos conserva una breve colección de cartas que ejemplarizan el peculiar estilo de esta dirección. Son distintas de otras cartas de Vicente. Su tono es más afectuoso, más impregnado de la dulzura salesiana y al mismo tiempo más solemne, más respetuoso. Se diría que Vicente es, a la vez, maestro y discípulo. No sólo la M. Chantal, sino también sus hijas, las religiosas de la Visitación, fueron colocadas bajo la dirección de Vicente.

Al dejar París, Francisco de Sales necesitaba confiar a algún sacerdote la dirección del monasterio establecido en la capital y de los que pudieran fundarse en el futuro, que llegaron a ser cuatro.

El nombramiento fue extendido en 1622, Vicente conservó el oficio toda su vida, a pesar de que en varias ocasiones intentó dejarlo, para lo cual llegó a practicar una especie de huelga en cierta ocasión. Pero si desempeñó con celo y notable provecho para las religiosas los deberes de su cargo, no intervino en la educación de las nobles alumnas que las religiosas recibían como pupilas en sus conventos.

Otro enviado más importante recibió todavía Vicente de San Francisco de Sales. No obstante más o menos recientes esfuerzos por desmentirlo, puede considerarse probado que la idea original de San Francisco al fundar la Visitación fue la de crear un nuevo tipo de comunidad femenina, no sujeta a la clausura y dedicada, como su nombre indica, a visitar a los enfermos abandonados y otras obras de misericordia. Bajo la influencia conjugada del arzobispo de Lyón y de la Santa Sede, hubo de renunciar a su proyecto primitivo y contentarse con la institución de una orden de clausura más, sometida a la Regla de San Agustín, aunque dotada de una nueva y original espiritualidad. Vicente guardó celosamente las confidencias que sobre el asunto le hiciera San Francisco de Sales y a su tiempo sorteó hábilmente los obstáculos que el Obispo de Ginebra no había podido esquivar. El resultado fueron las Hijas de la Caridad.


"Un globo de fuego"

A Francisco de Sales y a Juana Francisca de Chantal debió Vicente el único fenómeno místico extraordinario que conocemos de su vida. El hecho tuvo lugar en 1641, el mismo día de la muerte de Santa Chantal.

El realista y desconfiado Vicente concluye su testimonio con estas cautelosas palabras:
Lleno el corazón de la sana alegría salesiana y conducida por la dulce y enérgica mano de su amigo del cielo, Vicente se disponía a afrontar las últimas pruebas que le prepararían para su misión en la Iglesia.


La última señal

¿Necesitaba Vicente, a la altura de 1620-1621, alguna señal complementaria de que su destino definitivo era la evangelización de los pobres del campo? A juzgar por lo apasionado de su entrega al trabajo misionero por las tierras de los Gondi, diríase que no. Sin embargo, la Providencia divina le iba a deparar una confirmación inesperada.

Por medio de la señora de Gondi, durante una misión predicada por Vicente en 1620 en la parroquia de Montmirail le invitó a encargarse de la instrucción de tres herejes del lugar que parecían bien dispuestos a la conversión. Durante una semana, los tres hugonotes acudieron diariamente al palacio de los Gondi, donde Vicente dedicaba dos horas a instruirles y resolver sus dificultades. Pronto dos de ellos se declararon convencidos, abjuraron de sus errores y se reintegraron al seno de la Iglesia. El tercero se mostró más rebelde. Era un espíritu autosuficiente, aficionado a dogmatizar y de costumbres un tanto ligeras. Un día formuló una objeción que hirió a Vicente en el centro mismo de sus más vivas preocupaciones.

Los hechos no eran exactamente como los exponía el objetor. Muchos de los sacerdotes de las ciudades iban con frecuencia a predicar y catequizar por los campos; otros empleaban útilmente su tiempo en componer sabios tratados o en cantar las divinas alabanzas; la Iglesia, en fin, no era responsable de los fallos y negligencias de algunos de sus ministros.

El hereje no se dio por vencido, y, en el fondo de su corazón, quizá tampoco Vicente. Demasiado evidente era para él que la ignorancia del pueblo y el escaso celo de los sacerdotes era la gran plaga de la Iglesia que a toda costa era necesario remediar.

Con redoblado interés prosiguió su labor evangelizadora, recorriendo poblados y aldeas. Un año más tarde, en 1621, le tocó el turno a Marchais y a otros pueblecitos de los alrededores de Montmirail. Le acompañaba, como siempre, un puñado de sacerdotes y religiosos amigos, entre los que destacaban los Sres. Blas Féron y Jerónimo Duchesne, ambos de la Sorbona y, andando el tiempo, doctores de la misma y arcedianos, respectivamente, de Chartres y Beauvais.
La última tentación

En 1623, después de la misión en las galeras ancladas en Burdeos tras su brillante intervención en el sitio de La Rochela, Vicente pensó hacer una escapada - la primera al cabo de veintiséis años - a su aldea natal, tan próxima. No lo hizo sin vacilaciones. ¡Había visto a tantos eclesiásticos celosos y abnegados relajarse en su fervor, después de largos años de fecundo apostolado, por el afán de ayudar económicamente a sus familiares! Tenía miedo de que a él le pasara lo mismo.

Vicente fue a Pouy y se detuvo allí unos ocho o diez días. Se hospedó en casa del párroco, Domingo Dusin, que era pariente suyo.

Fiesta local y familiar en el pueblecito. En la iglesia parroquial renovó las promesas del bautismo ante la pila en que había recibido el sacramento de la regeneración.

El último día, rodeado por sus hermanos y amigos y acompañado por casi todo el pueblo, acudió en peregrinación al santuario mariano de Nuestra Señora de Buglose, recién levantado.
Recorrió descalzo la distancia y media que lo separaba de Pouy. ¿No era una bendición divina aquel regreso a los paisajes olvidados de su infancia, aquel volver a hollar los caminos por los que en otro tiempo había seguido, en la solemne soledad del campo, los ganados de su padre?

Parecía conducir otro rebaño: el de aquellos buenos paisanos suyos, sangre de su sangre muchos de ellos, que se le apiñaban alrededor dichosos de haberle recobrado, de tocar con sus manos la sotana del paisano ilustre, ascendido a tan importantes puestos en la lejana capital del reino.

Celebró en el santuario una misa solemne. En la homilía prodigó a sus parientes y vecinos consejos impregnados de ternura familiar y celo apostólico. Les repitió lo que ya les había dicho en conversaciones íntimas: que alejasen de sus corazones el deseo de enriquecerse, que no esperaran nada de él; que, aunque tuviese cofres de oro y plata, no les daría nada, pues los bienes de un eclesiástico pertenecen a Dios y a los pobres.
Al día siguiente, todavía con el sabor de las emociones vividas en la jornada anterior, emprendió la marcha. Entonces le asaltó la tentación. Fueron primero las lágrimas. A medida que se alejaba crecía la congoja de la separación. Volvía la cabeza y lloraba sin poder remediarlo. Todo el camino fue así, llorando sin parar. A las lágrimas sucedieron los razonamientos. Sintió el vehemente deseo de ayudar a sus parientes a mejorar de condición. Ganado por la ternura, les daba a unos esto y a otros aquello. Imaginariamente iba repartiendo lo que tenía y lo que no tenía.
El azaroso camino emprendido seis años antes en Folleville y Chatillon. El proyecto acertado, ¿no era el anterior, el acariciado en los tiempos de Toulouse, de Aviñón, de Marsella, de Roma? Ser un eclesiástico digno, honor de su familia y su país; conducir por el camino del cielo, como ayer por el de Buglose, a las gentes de su raza y su condición; sacar a sus parientes de la pobreza, procurarles una existencia más cómoda, liberarles de la incierta y angustiosa búsqueda del pan cotidiano.

Vicente oía, como Israel después del paso del mar Rojo, como Jesús en el desierto, la insidiosa invitación: "Vuélvete a Egipto", "Haz que estas piedras se conviertan en pan". La tentación era tanto más grave cuanto que se disfrazaba con apariencias de bien. Su vida entera podía haber cambiado de signo en aquel instante. De la respuesta que diera dependía que Vicente se convirtiera en San Vicente de Paúl o en uno de tantos venerables eclesiásticos dignamente conmemorados en los diccionarios biográficos.
El combate, rudo combate, duró tres meses enteros. Cuando los ataques del enemigo remitían un poco, Vicente le pedía a Dios que le librase de la tentación. Insistió hasta conseguirlo. Una vez ganada la batalla, se sintió liberado para siempre. Y pudo adentrarse, sin lazos de carne y sangre, por el camino señalado por Dios. A los pocos días de su regreso a París emprendía una nueva misión en la diócesis de Chartres .

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